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Estas son las tres hectáreas de Jhenner Barbosa, ya se ve el avance en la erradicación de la coca y próximamente se verán los retoños del aguacate que reemplazará los cultivos ilícitos. |
En Meta avanza la sustitución voluntaria de
cultivos de uso ilícito, los campesinos ya están arrancando las matas de coca
para cultivar otros productos. Esta vez van a vivir de la legalidad.
El olor a cítrico de inmediato me produce saliva en
la boca. El sabor es dulce con toques ácidos. La cáscara se desprende con
facilidad y una que otra semilla sale al morder. Son las mandarinas más
deliciosas que he comido. Debajo del árbol del que nacieron hay por lo menos 50
de ellas pudriéndose, aunque Jhenner Barbosa asegura
que están alimentando las aves.
—Cogerlas para venderlas no justifica, es mucho el
trabajo para que al fin solo le den a uno 2.000 pesos por una carga (60 kilos).
Es mejor dar de comer a los pájaros— afirma.
Esa es la realidad que viven los campesinos con los
que hablo en la zona rural de Uribe, en Meta. Dicen que las vías se demoraron
mucho para llegar y por eso dedicaron sus días a cultivar hoja de coca. Era
imposible, entonces, sacar cualquier producto hasta el pueblo y peor aún hasta
Villavicencio, capital del departamento.
Además, corrían rumores de que el único negocio que
las Farc dejaban mover por esas tierras era la coca, así que durante las
últimas décadas, por donde se mirara, había hectáreas y hectáreas de matas
verdes que llegaban a la cintura de quienes las raspaban para fabricar la pasta
de coca que, fronteras afuera, multiplica su valor.
Para llegar al producto final se necesitan dos o
tres meses de cuidado del sembrado, que para el caso de Barbosa son tres
hectáreas. Cuando las hojas están listas se raspan. Por cada arroba de hoja de
coca el dueño de la finca paga a los raspachines 6.000 pesos, de ese terreno
salen entre 400 y 450 arrobas; es decir, los recolectores se quedaban con algo
más de 2 millones y medio en cada cosecha.
Después la hoja es sometida a un proceso químico
con ACPM, gasolina y otros productos como la acetona. El combustible para
convertir esas hojas en pasta de coca cuesta un poco más de 5 millones de
pesos.
Al final, Barbosa obtiene 4,5 kilos de pasta que
logra vender en 9 millones de pesos. Pesos más, pesos menos, le quedan 1,3
millones. Eso sin contar que tuvo que alimentar a los recolectores.
—El negocio para el campesino no es bueno, pero
durante 12 años comí de la coca, eso me dio el sustento a mí y a mi familia— me
dice Barbosa a quien se le nota nostálgico mientras arranca las matas de las
que vivió por tanto tiempo.
—¿Le da tristeza?— le pregunto.
—La verdad es que no puedo negar que tengo mucho
que agradecer a la coca.
Así sustituyen
Primero suena el quejido del campesino que con
impulso tira el pico contra la tierra, después llega el golpe en el suelo y el crujido
de las raíces al desprenderse. Así, una a una, saca las matas que fueron su
sustento, sin mayores garantías, esperando, eso sí, que se cumpla lo que
denominan, tal vez de forma rimbombante para él, “programa de sustitución de
cultivos”.
Algunos rasparon las hojas antes de arrancar las
matas para sacar las últimas libras de pasta de coca; otros, como Barbosa,
tiran al piso las matas con hojas fosforescentes que anunciaban la cosecha: un
producto de “calidad”.
Lo hace por convicción. Con el tiempo, se fue dando
cuenta del mal que producía en otras personas el trabajo de sus manos y de cómo
con los recursos que quedaban al negociar con la coca se desangraba el país.
También porque su hija, de solo cinco años, está creciendo y no quiere para
ella un mal ejemplo.
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